La situación: deambulo por las calles de un pequeño pueblo del desierto esquivando (o masacrando) decenas y decenas de muertos vivientes. Tengo que arreglar una maldita moto antes de que el ejército ponga un pie en la localidad para salvar a mi hija infectada. Y aquí está este tipo, con la pieza que me falta para la reparación y diciéndome que es un gran fan mío, que me admira, pero que no me la puede dar porque la está usando como arma. Que vaya a la tienda de armas y le traiga una katana a cambio, dice. Mientras, el tiempo se agota.
Lo que pienso: ¡Será…! De acuerdo, los halagos me han conquistado y parece buen tipo, pero su capricho me está sacando de quicio. Además, el imbécil de su amigo pulula por el fondo incordiando, si cabe, un poco más. Desde fuera, la cosa no mejora: me ofende un pelín la burda manera en que los desarrolladores intentan colarme una sub-misión. Y la pieza de la moto está ahí, a mi alcance.
Lo que hago: me armo con mi palo con clavos favorito y le arreo una desagradable somanta de palos al mindundi en cuestión, que al principio se queda paralizado pero no tarda en defenderse. El amigo acude en su ayuda, pero despacho a ambos con relativa soltura (mis dedos son ya los de un guerrero experto).
Las consecuencias: a mis pies, un par de cadáveres sanguinolentos, en mis manos, el ansiado objeto. He perdido una misión secundaria pero estoy más cerca de cumplir mi objetivo principal. Por un momento, me pregunto si el francotirador del tejado me habrá visto, pero nada pasa. Voy en busca de la moto, y al mundo apocalíptico que me rodea le importa un comino mi crimen. Y, no obstante, me siento como un criminal. …Seguir leyendo +