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Puertas mágicas: a propósito del misterio en el videojuego

En 2010, cuando Perdidos se encontraba a punto de bajar la persiana tras seis temporadas de emocionantes aventuras pop e incontables saltos de tiburón, Damon Lindelof y Carlton Cuse avisaban que su folletín isleño no tenía ninguna intención de terminar con una larga lista de explicaciones, ni de señalar la salida del laberinto, ni ofrecer una revelación última que encerrara todos sus contradictorios hechos en un sistema cerrado y coherente. Muy al contrario, el último corte a negro dejó la mayor parte de las incógnitas suspendidas en el aire, y en esta ocasión ningún cliffhanger prometía futuras respuestas. El enfado monumental que despertó entre buena parte del público es bastante elocuente del riesgo que se corre al intentar dejar sobre la cabeza del espectador el enorme peso de un signo de interrogación gigante, pero, tal vez, en tiempos de fetichización de lo explícito y de privilegio del subrayado y la sobreexplicación, este sea el precio a pagar por defender los que Keats denominaría como capacidad negativa: cierto estado mental del hombre que le permite “ser en la incertidumbre, los misterios, las dudas, sin ninguna irritante búsqueda de razones y hechos”.

Perdidos ha sido una de las últimas obras de ficción fundamentadas en la fascinación que surge de lo no-explicado ni razonado; una fascinación que nacería al calor de las historias contadas alrededor del primer fuego o de los ritos alucinados celebrados en el secreto de la cámara del oráculo y que se ha seguido manifestando a lo largo del tiempo en obras esquivas, herméticas y, sobre todo, empapadas de toda la fuerza evocadora de aquello que escapa a los límites de la comprensión: el universo profético de William Blake; los horrores cósmicos revelados –sólo parcialmente– en La Música de Erich Zann, el perenne desconcierto de Como Guante de Seda Forjado en Hierro, el viaje espiral que supone cualquier visionado de Inland Empire o Threads, la última y fantasmal canción que cierra el tercer disco de Portishead, se han convertido en algunos de mis amores más intensos porque su significado último se me sigue escapando, porque no las entiendo del todo y probablemente nunca lo haga.

Cuando por primera vez Pac-Man desapareció una centésima de segundo por el borde de la pantalla para volver a aparecer en el margen contrario, los videojuegos se revelaron al mundo como un medio especialmente dotado para dialogar con lo misterioso. ¿A dónde había ido? ¿Era el Pac-Man que salía de la negrura el mismo que entraba en ella? ¿Qué existía en las regiones oscuras interpíxeles ocultas al ojo del jugador?  En esta misma casa ya hemos hablado de que cualquier videojuego es, esencialmente, una ceremonia esotérica en la que, como chamanes de lo digital, proyectamos nuestra voluntad en otros cuerpos. Hasta el juego más inocente tiene, bajo esta perspectiva, un reverso torcido y oscuro cuya manifestación más agresiva, el glitch, nos obliga a mirar directamente en los ojos de lo imposible: una complicada sucesión de casualidades en Super Mario Bros. puede acabar con el fontanero italiano atrapado en el mundo minus-1, un nivel descartado que sólo tiene conexión consigo mismo y que, por tanto, nos condena a repetirlo en un bucle infinito que es imposible de romper. No es desconocida, tampoco, la historia de Missingno, el pokémon número 152 eliminado en las últimas etapas de producción. Missingno-pokemonEs algo que no puede existir y, sin embargo, ahí está, frente a frente a nosotros, violentando la verdosa pantalla de GameBoy, paseándose con su terrible apariencia de ruido blanco, poniendo en cuestión las reglas de juego que pensábamos inamovibles. Otros glitches delatan que detrás de la realidad del juego, late otra bien distinta y mucho más difícil de aprehender. Un mal giro en la esquina equivocada puede terminar con nuestro avatar traspasando muros que, bajo esta nueva perspectiva prohibida, se revelan como débiles límites de un mundo de, hasta entonces, apariencia sólida y coherente. Un nuevo punto de vista que nos obliga a reconocer que no nos encontrábamos recorriendo un bosque frondoso, los pasillos de un edificio de oficinas o las lúgubres estancias de un templo hindú, sino que en realidad estábamos habitando un simulacro; un escenario invertido flotando en un vacío infinito.

El carácter evidentemente involuntario de estas manifestaciones del fantasma en la máquina poseen, de alguna manera, cierto espíritu de lo sublime: no existe ningún tipo de intuición capaz de mensurar estos desajustes; desbordan nuestra comprensión y por ello nos resultan arrebatadoras.

En 2007, Portal –otra serie a la que le gusta jugar fuerte en el campo de los misterios– aprovechó a su favor estas sensaciones de desintegración del mundo (virtual) incorporando esta experiencia de estar más-allá-de-los-límites-del-escenario en el fluir natural del juego, dinamitando por el camino una cuarta pared que nunca se había sentido tan inestable.  Una sola mirada entre las bambalinas de Aperture Science era suficiente para poner patas arriba todo aquello que pensábamos que sabíamos, planteando al mismo tiempo –como todo buen misterio– decenas de nuevas preguntas: ¿Quién me observa? ¿Para quién juego? Y, sobre todo ¿qué otro mundo se expande detrás de los cortinajes? ¿Cuántos niveles de matrioskas existen?

Aunque sin la sofisticación exhibida por el título de Valve, en la última década otros pocos videojuegos han querido también abrazar –con mayor o menor fortuna– el misterio. Los guiones de Ico, The Path o Hotline Miami han entendido bien la necesidad de equilibrar incógnitas y respuestas para estimular la polisemia, mientras que obras como Dear Esther, Home o Limbo se han manejado mucho peor en este terreno, generando frustración al no ofrecer una mínima plataforma de apoyo para la imaginación. En cualquier caso, en todos estos ejemplos, el misterio no se extiende nunca mucho más allá de la historia, mostrándose el resto de aspectos del juego impermeables a lo misterioso –aunque conozco de jugadores que afirman haber encontrado cierta forma de ciencia arcana escondida en el duro sistema de control de Deadly Premonition–. Pero hablemos ahora de aventuras…

Hora de aventuras

La aventura es una experiencia llena de situaciones arriesgadas y emocionantes situadas más allá del aburrido equilibrio que residen en lo cotidiano y que está directamente relacionada con lo desconocido, con miedos sin nombre y con lo incomprensible. En los siglos en los que buena parte de los mapas permanecían en blanco todavía era posible subirse a un barco para jugarse la vida en empresas de incierto resultado, pero en un mundo en el que no queda ni un solo centímetro por cartografiar ya no es posible adentrarse donde hay dragones. Google Earth primero y Google Maps después supusieron la puntilla para algo que, en realidad, llevaba décadas muerto y enterrado, por lo que mientras esperamos al comienzo de la conquista espacial –y seamos realistas: es muy probable que ni tú ni yo la veamos- el único reducto que queda para la aventura es la ficción.

Algunos teóricos han señalado el relevante papel del ocio digital en este contexto del fin de la aventura. En Nintendo and the New World Travel Writing, Mary Fuller y Henry Jenkins trazaban una línea temporal que conectaba las funciones de control geopolítico y simbólico de la literatura de viajes de los conquistadores del s.XVII con la facilidad que algunos juegos tienen para estimular nuestro espíritu explorador. Cualquiera que haya saltado sobre el mástil final de una fase en Super Mario Bros., haya recorrido todas las estancias de un dungeon crawler, no se sienta del todo a gusto hasta descubrir el mapa completo de Castlevania o no deje sin levantar ninguna piedra en Tomb Raider conocerá bien esta sensación de conquista y reconocerá por qué los territorios digitales son los únicos espacios que nos quedan para plantar primeras picas. Con este poder en sus manos, el diseñador de videojuegos debe decidir hasta qué extensión desea que su obra pueda ser domada por el jugador, si desea ofrecer un paseo por el patio trasero, un periplo arduo pero de final y significado alcanzable o una experiencia áspera, cargada de texturas y de imposible solución. Si la decisión tomada es esta última, nos estamos metiendo de cabeza en la gruta oscura; en las montañas neblinosas; en el corazón del bosque.

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Durante mucho tiempo los juegos que mejor entendieron este carácter misterioso de la aventura y que mejor supieron transmitirlo en títulos cargados de sorpresas e incertidumbres fueron los de The Legend of Zelda. No obstante, desde hace ya demasiado tiempo, la serie que fuera una vez referencia languidece ahogada en una fórmula extremadamente familiar –una característica enemiga acérrima del concepto de aventura– que ha ido sustituyendo poco a poco bruma por transparencia, secreto por explicitud, susurro por neón luminoso. Una colección de tics que se han extendido al grueso de la producción lúdica actual, aterrada frente a la posibilidad de que el jugador alguna vez dude sobre qué tiene que hacer o hacía dónde tiene que ir. Un escenario que hace destacar propuestas como Dark Souls o Fez, tal vez los dos videojuegos que más comprometidos con el misterio desde el primer Zelda.

Quien haya visto el documental Indie Games. The Movie, ya sabrá que el proceso de creación de Fez estuvo peligrosamente cerca de convertirse en el Fukushima vital de Phil Fish. Problemas nunca del todo revelados con su socio en Polytron obligaron al desarrollador canadiense a sacar adelante él solo un proyecto donde ya había invertido cinco años de trabajo, una novia, todos sus ahorros y unos niveles de estrés más propios de una cebra en el Serengueti que los de un urbanita bien educado. Si además de haber visto el documental habéis jugado también a su extraordinaria aventura, es posible que os preguntéis de qué manera un ser humano con el único súper-poder de cabrear a todo internet con apenas dos tuits pudo escapar con vida del desarrollo en solitario de un juego tan complejo como es Fez.

Si antes comentábamos que Portal podría entenderse como una reflexión sobre el medio derivada de un típico fallo de los motores de colisiones, Fez, por su parte, podría verse como un juego centrado en el poder del glitch para alterar dramáticamente la realidad del mundo virtual e, incluso, ponerlo en peligro. Gomez, el ser antropomorfo que controlamos, vive felizmente en Villa-2D hasta que el encuentro con una misteriosa entidad geométrica  le obsequia con un pequeño sombrero mágico capaz de revelar todo un nuevo orden natural: la tercera dimensión. Una epifanía que no viene gratis pues provoca desgarros en el tejido de la realidad en forma de ruidos blancos, congelaciones o zonas muertas que como virus (como un glitch) corrompen poco a poco el mundo de Gomez hasta que recuperemos 32 cubos esparcidos por el mapeado del juego. Fez ofrece pocas pistas más sobre lo que hacer o cómo hacerlo, nos lanza por donde cubre y nos traspasa toda la responsabilidad de investigar cuál es nuestra misión. El ensayo-error, la intuición y la cuidadosa observación de los detalles y las reglas subyacentes son los talentos a los que apela el juego. De esta manera, cada pantalla ofrece infinitas posibilidades: cada muro puede esconder detrás una puerta secreta, cada habitación un mensaje esperando a ser descifrado, cada estrella en el cielo puede ser la pieza que falta para completar el Gran Puzle, cada piedra una incógnita merecedora de nuestra atención… Hasta el rincón más insignificante del mundo de Fez está preñado de un misterio que en muchos casos sólo es resoluble –y esto es fascinante– a través de magia; no bolas de fuego ni rayos saliendo por los dedos de las manos, sino el más puro ocultismo. Criptogramas, jeroglíficos y alfabetos ignotos existen dentro del código de Fez con la intención de que el jugador (nosotros, no el avatar) se esfuerce en aprenderlos, en desentrañar su significado y, una vez dominados, elabore con ellos conjuros; ordenaciones especiales de palabras –introducidas en el mundo del juego a través del interfaz del mando de control– con las que operar cambios significativos en la realidad perceptible del juego. Pura brujería.

En realidad, los videojuegos llevaban años avisándonos de sus aptitudes para la hechicería. “Arriba arriba abajo abajo izquierda derecha izquierda derecha B A” seguramente sería la primera entrada de un hipotético grimorio del ocio interactivo que también incluiría los fatalities de Mortal Kombat y las palabras mágicas que en Starcraft procuraban un aumento significativo de recursos naturales: “what’s mine is mine” o “breathe deep”, por no decir que cualquier juego en ASCII está basado en la manipulación de símbolos y palabras para construir universos enteros. No obstante, ningún juego mejor que Fez ha entendido nunca esta naturaleza mágica del medio.

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En ocasiones un juego puede ser tan hermético que, ante la imposibilidad de descifrarlo, nuestra atención se desvía hacía otros planos. Dark Souls, heredero espiritual de Demon’s Souls, un innovador juego de rol japonés que el boca a oreja convirtió en uno de los hits más inesperados de los últimos años, se describe habitualmente como una experiencia tan dura que raya con el masoquismo. “Prepare to Die”. Incluso el mismo tagline publicitario subrayaba esta característica. No cabe duda que el título de From Software es un juego fiero, pero tal vez su dificultad resida en un lugar distinto al que podríamos esperar, pues las penurias que nos hacen pasar los demonios de Anor Londo o los insectos venenosos de las cloacas son sólo el subproducto surgido del verdadero reto, uno mucho más complicado que Ornstein y Smaugh, Queelag o Lord Gwyn juntos, un reto en el que además es imposible tener éxito: decodificar el mundo de Lordran. Como en Fez, Dark Souls se niega a tendernos nunca la mano, dejándonos solos con nuestra capacidad deductiva y de observación en un mundo tremendamente hostil sin saber qué camino tomar, cuál es nuestra misión o qué extraña corriente circular gobierna el fluir de tiempo en esta tierra olvidada. Muchos de estos desafíos pueden llegar a ser superados: los enemigos caen, los caminos se abren, los títulos de crédito llegan. Misterios que se solventan, pero que sólo tienen una vida. En la primera partida somos Amundsen en el polo, Livingston en Tanzania, Hillary en el Everest, en la segunda un mero turistas con la Lonely Planet debajo del brazo, avanzando a toda velocidad por aquellos lugares que tanto significaron la primera vez  (en este sentido posiblemente es el juego menos rejugable que existe). No obstante, hay incógnitas que no se despejarán nunca, da igual cuantas partidas completemos, el velo de Maya no se rasga ni con una alabarda +10. Dark Souls se mantiene como una esfinge sonriente, devorando a todo aquel incapaz de responder sus acertijos. Es decir: todos nosotros.

En una entrevista para Edge Magazine, Hidekata Miyazaki, el director de la serie, comentaba: “queremos asegurarnos de que existe la posibilidad de que ocurran milagros; esos momentos mágicos que extienden historias más allá de los límites del mundo del juego”. Después de haber estado hablando de reglas muy específicas, de detalles muy concretos de cómo funcionaba su trabajo, Miyazaki terminaba señalando un aspecto imposible de medir ni de cuantificar. Siendo el hijo más espabilado de un género como el JRPG, con todo el orden matemático interno que eso conlleva, al final lo más importantes de Dark Souls se reducía a aquello no mensurable con estadísticas ni ecuaciones. Por ejemplo, hace gala de un sentido extraordinario de la narrativa en un medio interactivo, con una historia apasionante pero que nunca se impone, sino que empapa todos los aspectos del juego de forma elegante y sutil para que el jugador se vaya pintando un cuadro cada vez más complejo al ritmo que quiera –o que pueda–. Así, cada ítem, cada nuevo escenario, cada enemigo y cada conversación con personajes que tienen más de espectros que de seres que habiten nuestra misma dimensión, son pequeñas bombas que expanden el universo de deidades primigenias, maldiciones de eones y ambiguas profecías en círculos concéntricos cada vez mayores y más difíciles de asimilar, haciendo inevitable que la composición que nos construyamos sea parcial, llena de lagunas e incoherente en su mayor parte, pero también facilita que el misterio resuene como un trueno y eleva a Dark Souls a un firmamento desconocido y poco explorado en el ocio digital, donde, sin duda, es la estrella más brillante.

  1. Muy interesante el punto de vista que planteas. Pero te tengo que decir, antes de nada (estoy leyendo el artículo mientras comento), que a día de hoy es muy posible «salirse de lo cotidiano» sin necesidad de añadir cosas a un mapa. Darse una vuelta de segun que manera o en segun que momentos por tu misma ciudad puede ser una aventura.

    Respecto a Tomb Raider, que lo mentas, el primero se queda en mi cabeza como la definición de aventura de exploración, casi, por excelencia. No porque el juego en si lo fuera (puedes tirar hacia delante sin demasiados problemas), sino porque yo me lo tomé como un verdadero reto el llegar a domar todos los riscos, encontrar todos los secretos, y descubrir todos sus escondrijos. Hasta que una habitual falta de tiempo llegó a mi vida, claro está.

    Sobre Fez, creo que se le da demasiado mérito y se le permite demasiado a Fish. Pero si, como juego es brillante.

    No he conseguido entrar en Dark ni en Demon Souls (al menos poseo este último). Pero lo que comentabas de glitches, me recuerda a la película Rompe Ralph.

    Y ya está, ese es mi comentario. Espectacular filosofación sobre el medio, con la que estoy MUY de acuerdo.

  2. Ya he felicitado al autor personalmente, pero no está de más volver a hacerlo y ya de paso dejar constancia en la propia entrada, así que, Pablo, enhorabuena por este maravilloso texto.

    Las reflexiones y referencias que manejas están argumentadas, hiladas y entrelazadas de manera brillante, qué absoluto placer de lectura.

    Por cierto Pablo, no sé si has jugado a Demon’s Souls, pero es, quizá, mejor ejemplo que su sucesor de todo esto que comentas. O quizá son similares en esencia y juega más el factor sorpresa del jugador que el propio juego. En cualquier caso, aprovecho para recomendarlo con furia a todo el que no lo haya jugado, a mí personalmente me sigue gustando más que Dark Souls.

  3. Adoro descubrir cada uno de los nuevos escenarios de Dark Souls, y que de ellos sólo sepa una frase que me dice un personaje y pensar qué son esos fantasmas que me acosan o por qué están inundadas las ruinas de Nuevo Londo.
    Pero sinceramente, creo que todo misterio se queda corto al lado de una cosa más chiquita que encontré en ese mismo juego.
    En la fortaleza de Sen, después de varios pisos saliendo pocas veces al exterior (Y casi todas ellas saliendo gracias a que el sitio estaba en ruinas) encontré en una sala una ventana.
    Una sola ventana a la altura de dos o tres hombres, la única en toda la fortaleza, que sólo mostraba un fondo blanco. Posiblemente el cielo, quién sabe si una puerta nebulosa de las que pueblan el juego.
    Y yo durante días me he estado preguntando qué había ahí.

  4. Mucha gente debería leer este artículo tan inspirado, solo para que se dieran cuenta que muchas veces los videojuegos no son un juego de niños. Pueden tener tanta profundidad o más que la mejor de las obras literarias (no digamos ya las cinematográficas), con el aliciente de que en siguientes lecturas el mundo que se describe puede cambiar y dar lugar a historias diferentes.

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